La historia reciente de la antigua Yugoslavia está teñida de rojo. En el transcurso del pasado siglo, la omnipresencia del mariscal Josif Broz Tito en la vida pública y privada de los yugoslavos vino a cicatrizar una herida, infligida al inicio de la Segunda Guerra Mundial, que más tarde volverÃa a abrirse de forma flagrante. El paso del color rojo polÃtico trajo de nuevo âsi es que alguna vez se fueâ al rojo sangre, el color caracterÃstico de los lamentados odios étnicos, religiosos, territoriales e individuales.
Pero el rojo es también el color de la pasión desatada por el mestizaje de los pueblos que se han dado cita, hasta hace menos de una década, en un paÃs que fue y que ya no es. Uno de los exponentes más conocidos de esa pasión autóctona es el director de cine Emir Kusturica. Nacido en Sarajevo (hoy capital de Bosnia y Herzegovina) y serbio por herencia familiar, el prestigioso director ha optado por el uso del cine como canal de denuncia de la situación presente y pasada del que él considera aún su paÃs, Yugoslavia, con el fin de exponer al mundo el desconcierto de la deriva en la que se encuentra enfrascada la turbulenta región de los Balcanes. Para ello, emplea a menudo recursos narrativos, estilÃsticos y visuales muy alejados de los cánones del cine occidental, destacando especialmente en este aspecto el llamado realismo mágico, tan propio de los escritores sudamericanos, que él logra plasmar en algunos de sus filmes para introducirnos en un mundo a veces incomprensible. Kusturica parece pretender hacer suya la célebre cita de Picasso: âEl arte es la mentira que nos permite comprender la verdadâ.